La
torre de Keldros se alzaba en lo alto de una colina, rodeada de un frondoso
bosque. Se trataba de un edificio cilíndrico, no excesivamente alto, construido
completamente con piedras sólidas, de color grisáceo con leves vetas marrones.
La pared exterior estaba cubierta parcialmente de musgo y hiedra, que se
distribuía a placer por la superficie. Las pocas ventanas de que disponía la
estructura eran muy pequeñas, de modo que apenas se podría asomar nadie por
ellas. Todas tenían un pequeño arco, similar al que formaba la puerta del
edificio, si bien con distintas proporciones. El portón pesado estaba fabricado
en madera, probablemente perteneciente al bosque en torno al lugar. Estaba
decorado con relieves en forma de enredadera, entrelazándose alrededor de una
mano extendida, con una pequeña llama en la palma. Las columnas de los
laterales tenían tallados un dragón en cada una, rodeándolas, custodiando la
entrada. Un pequeño sendero de tierra se abría camino desde aquí, cruzando el
denso bosque, hasta el exterior.
-
Francamente… ¡No comprendo cómo puedes ser tan torpe!
La voz
del señor de la torre resonó con firmeza por toda la estancia, con aire de cansancio,
más que de exasperación.
- Yo… lo…
lo siento mucho, maestro.
Keldros
miró a su joven alumna mientras sacudía la cabeza con un gesto de
desaprobación. Era un hombre alto,
vestido con una túnica añil raída, cuyos ojos azules se habían oscurecido con
el paso de los años. Fuertes arrugas marcaban su rostro, aseveradas por la
expresión de desaliento que mostraba. Su pelo, largo y liso, había perdido el
color de antaño, mostrando un gris oscuro y apagado. Su bigote y su barba,
ligeramente encrespados, todavía lucían leves atisbos de un antiguo castaño. Su
mirada vidriosa se apartó del desastre producido por su alumna, para mirar por
la ventana. Cargada con sus libros, y atolondrada observando los artefactos que
había a su alrededor en la sala, ella había tropezado con una estantería,
tirando al suelo varios viales, algunos vacíos, otros con mezclas líquidas en
su interior, al suelo, así como sus libros, que sin duda habrían sido dañados
por las sustancias.
Keldros suspiró.
- Eres
un pequeño desastre, Taileena. Siempre estás absorta en tus ensoñaciones, de
manera que no sólo no atiendes a mis explicaciones, sino que acabas siempre
rompiendo algo.
La
joven aprendiza observó el desastre con
pesar. No sabía qué contenían los viales que acababa de romper, pero lo seguro
era que por su culpa, se había echado a perder. Cuando se percató, apartó los
libros rápidamente para evitar que se deteriorasen, cortándose la mano con los
restos de cristales rotos en el proceso.
- ¡Ay! –Gritó,
al tiempo que observaba el corte con una mezcla de curiosidad y temor, al
desconocer la naturaleza de las pócimas.
El
viejo mago giró bruscamente la cabeza para volver a mirar a su alumna.
- Lo
dicho, un pequeño desastre… No te preocupes, estás de suerte: se trataba de
bálsamos curativos. En pocas horas habrá cicatrizado. Pero ten más cuidado.
La
joven asintió.
- Lo
siento mucho, maestro. Siempre me pasa lo mismo. Intentaré centrarme más, lo
juro.
- Como
dices todas las veces que ocurre algo… Espero que algún día sea cierto. – El mago
aseveró la mirada. – Esperas prosperar con tu magia, pero no eres capaz ni tan
siquiera de atenderme. No entiendo cómo pretendes mejorar. Ni siquiera puedes
prestar atención a tu alrededor debidamente. Si no fuesen pociones curativas,
quién sabe lo que te podría haber ocurrido. ¡Espabila de una vez!
Taileena
bajó la cabeza en señal de arrepentimiento, mientras se disponía a recoger en
los cristales con la ayuda de un pequeño saco de tela. Su cabello rizado de
color oliva cubrió su rostro, eclipsando sus dorados ojos.
- No te
preocupes, chiquilla. No está enfadado contigo.
La voz
provenía del hueco de la puerta, a sus espaldas. Con los brazos cruzados,
apoyado en el marco de la puerta, un hombre joven observaba la escena desde
unos ojos marrones profundos, esbozando una sonrisa. Tenía una corta melena castaña
ondulada, y una pequeña perilla. Vestía un chaleco de color verde, con bordados
de hojas de un verde más oscuro; unos guantes y pantalones de cuero claro, y
finalmente unas botas oscuras. De su cinturón colgaba una espada corta, sin
mucho detalle. Sus puntiagudas orejas denotaban su ascendencia.
-
¡Dereth! – Gritó la muchacha, levantándose de un salto y corriendo a abrazar al
visitante. - ¿Qué…?
- ¿Qué
te trae por aquí, Dereth? – Preguntó el mago, aligerando la expresión de su
rostro.
-
Simplemente venía a hacer una visita. Y a comprobar cómo progresa mi aprendiza
de hechicera favorita.- Dijo mientras revolvía el pelo de la joven. – Por algún
motivo, me imaginé que me encontraría con una escena de este estilo. ¡Pobre! No
está tan acostumbrada a tratar contigo como yo, Kel. La asustas. No seas tan
duro con ella.
-
Realmente, no soy duro. Pero nunca me hace caso. A veces me desespera. Yo sólo
trato de hacerla entender que hago las cosas por su bien, pero sigue en su
mundo. – Sacudió la cabeza.- No es nada nuevo, Dereth. Sabes que es verdad.
- Lo
sé.- Levantó la cabeza de Taileena de modo que pudiera mirarla a los ojos. – No
te preocupes, pequeña. Ahora te ayudo a recoger este desastre.- Con un leve
movimiento de mano, los cristales comenzaron a levitar, introduciéndose en el
saco de tela. Al finalizar, los extremos del saco se cerraron con un nudo.
Keldros
miró al semielfo con cierto enfado.
- Eso
debería ser capaz de hacerlo ella. Tiene que empezar a controlar su magia. Si
la ayudas no aprenderá.
- Al
contrario, amigo. Creo que demostraciones mágicas la animarán a practicar ella
misma. No todo es la aburrida teoría de los libros de hechicería, ¿verdad?
- Si. –
Respondió sonriendo la joven. Se dio la vuelta para volver a mirar al mago.-
Pero… El maestro tiene razón. Él se esfuerza en enseñarme, pero no soy capaz de
atenderle. No me extraña que se enfade conmigo.
- No
digas eso, ya te he dicho que no está enfadado. Anda, vete a tirar estos
cristales y luego practica un poco, ¿vale?
Taileena
asintió enérgicamente y salió corriendo por la puerta. Su pálida piel
contrastaba con la oscura piedra de la torre. Dereth y Keldros se quedaron a
solas.
- Vengo
a ver cómo te encuentras, Kel. Sé que tu salud ha empeorado bastante
recientemente. No soy ciego. Quiero ayudarte.
- Me
hago viejo, Dereth. Mis males se deben a la edad. No creo que puedas ayudarme
con eso. Al fin y al cabo, yo soy humano.
- Pero
las enfermedades se pueden tratar. Te he traído esto.- Dijo, mientras alargaba
un vial con un líquido ambarino en su interior hacia el mago.- Hazme caso, te
fortalecerá. No seas terco y úsalo. No creo que quieras que la pobre niña se
quede sola.
Keldros
suspiró, y miró de nuevo por la ventana. El frío del invierno jamás había
calado tan hondo en sus huesos. Sin embargo, la joven ninfa parecía llena de
vida pese al frío. La idea de verse postrado en la cama sin poder moverse, sin
ser capaz de enseñar a la joven no le agradó.
- Está
bien… Pero no sé cuánto durará, Dereth. La edad no pesa lo mismo en ti que en
mí. A mi… ya me está moliendo. Pero tú, tú sigues pareciendo un hombre joven.
-
Espero que dure lo máximo posible. Ese elixir es potente. Sé fuerte, amigo. No
quiero que te rindas.
- Pero
algún día vendrá la muerte a por mí. Entonces tú tendrás que hacerte cargo de
Taileena. Por favor… - Dijo Keldros, con los ojos vidriosos.
- Lo
haré.
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