miércoles, 8 de febrero de 2012

La torre de Keldros


                La torre de Keldros se alzaba en lo alto de una colina, rodeada de un frondoso bosque. Se trataba de un edificio cilíndrico, no excesivamente alto, construido completamente con piedras sólidas, de color grisáceo con leves vetas marrones. La pared exterior estaba cubierta parcialmente de musgo y hiedra, que se distribuía a placer por la superficie. Las pocas ventanas de que disponía la estructura eran muy pequeñas, de modo que apenas se podría asomar nadie por ellas. Todas tenían un pequeño arco, similar al que formaba la puerta del edificio, si bien con distintas proporciones. El portón pesado estaba fabricado en madera, probablemente perteneciente al bosque en torno al lugar. Estaba decorado con relieves en forma de enredadera, entrelazándose alrededor de una mano extendida, con una pequeña llama en la palma. Las columnas de los laterales tenían tallados un dragón en cada una, rodeándolas, custodiando la entrada. Un pequeño sendero de tierra se abría camino desde aquí, cruzando el denso bosque, hasta el exterior.
 
                - Francamente… ¡No comprendo cómo puedes ser tan torpe!
 
                La voz del señor de la torre resonó con firmeza por toda la estancia, con aire de cansancio, más que de exasperación.
 
                - Yo… lo… lo siento mucho, maestro.
 
                Keldros miró a su joven alumna mientras sacudía la cabeza con un gesto de desaprobación. Era un hombre  alto, vestido con una túnica añil raída, cuyos ojos azules se habían oscurecido con el paso de los años. Fuertes arrugas marcaban su rostro, aseveradas por la expresión de desaliento que mostraba. Su pelo, largo y liso, había perdido el color de antaño, mostrando un gris oscuro y apagado. Su bigote y su barba, ligeramente encrespados, todavía lucían leves atisbos de un antiguo castaño. Su mirada vidriosa se apartó del desastre producido por su alumna, para mirar por la ventana. Cargada con sus libros, y atolondrada observando los artefactos que había a su alrededor en la sala, ella había tropezado con una estantería, tirando al suelo varios viales, algunos vacíos, otros con mezclas líquidas en su interior, al suelo, así como sus libros, que sin duda habrían sido dañados por las sustancias. 
 
Keldros suspiró.
 
                - Eres un pequeño desastre, Taileena. Siempre estás absorta en tus ensoñaciones, de manera que no sólo no atiendes a mis explicaciones, sino que acabas siempre rompiendo algo. 
 
                La joven aprendiza  observó el desastre con pesar. No sabía qué contenían los viales que acababa de romper, pero lo seguro era que por su culpa, se había echado a perder. Cuando se percató, apartó los libros rápidamente para evitar que se deteriorasen, cortándose la mano con los restos de cristales rotos en el proceso.
 
                - ¡Ay! –Gritó, al tiempo que observaba el corte con una mezcla de curiosidad y temor, al desconocer la naturaleza de las pócimas.
 
                El viejo mago giró bruscamente la cabeza para volver a mirar a su alumna.
 
                - Lo dicho, un pequeño desastre… No te preocupes, estás de suerte: se trataba de bálsamos curativos. En pocas horas habrá cicatrizado. Pero ten más cuidado.
 
                La joven asintió.
 
                - Lo siento mucho, maestro. Siempre me pasa lo mismo. Intentaré centrarme más, lo juro.
 
                - Como dices todas las veces que ocurre algo… Espero que algún día sea cierto. – El mago aseveró la mirada. – Esperas prosperar con tu magia, pero no eres capaz ni tan siquiera de atenderme. No entiendo cómo pretendes mejorar. Ni siquiera puedes prestar atención a tu alrededor debidamente. Si no fuesen pociones curativas, quién sabe lo que te podría haber ocurrido. ¡Espabila de una vez!
 
                Taileena bajó la cabeza en señal de arrepentimiento, mientras se disponía a recoger en los cristales con la ayuda de un pequeño saco de tela. Su cabello rizado de color oliva cubrió su rostro, eclipsando sus dorados ojos.
 
                - No te preocupes, chiquilla. No está enfadado contigo.
 
                La voz provenía del hueco de la puerta, a sus espaldas. Con los brazos cruzados, apoyado en el marco de la puerta, un hombre joven observaba la escena desde unos ojos marrones profundos, esbozando una sonrisa. Tenía una corta melena castaña ondulada, y una pequeña perilla. Vestía un chaleco de color verde, con bordados de hojas de un verde más oscuro; unos guantes y pantalones de cuero claro, y finalmente unas botas oscuras. De su cinturón colgaba una espada corta, sin mucho detalle. Sus puntiagudas orejas denotaban su ascendencia.
 
                - ¡Dereth! – Gritó la muchacha, levantándose de un salto y corriendo a abrazar al visitante. - ¿Qué…?
 
                - ¿Qué te trae por aquí, Dereth? – Preguntó el mago, aligerando la expresión de su rostro.
 
                - Simplemente venía a hacer una visita. Y a comprobar cómo progresa mi aprendiza de hechicera favorita.- Dijo mientras revolvía el pelo de la joven. – Por algún motivo, me imaginé que me encontraría con una escena de este estilo. ¡Pobre! No está tan acostumbrada a tratar contigo como yo, Kel. La asustas. No seas tan duro con ella.
 
                - Realmente, no soy duro. Pero nunca me hace caso. A veces me desespera. Yo sólo trato de hacerla entender que hago las cosas por su bien, pero sigue en su mundo. – Sacudió la cabeza.- No es nada nuevo, Dereth. Sabes que es verdad.
 
                - Lo sé.- Levantó la cabeza de Taileena de modo que pudiera mirarla a los ojos. – No te preocupes, pequeña. Ahora te ayudo a recoger este desastre.- Con un leve movimiento de mano, los cristales comenzaron a levitar, introduciéndose en el saco de tela. Al finalizar, los extremos del saco se cerraron con un nudo.
 
                Keldros miró al semielfo con cierto enfado.
 
                - Eso debería ser capaz de hacerlo ella. Tiene que empezar a controlar su magia. Si la ayudas no aprenderá.
 
                - Al contrario, amigo. Creo que demostraciones mágicas la animarán a practicar ella misma. No todo es la aburrida teoría de los libros de hechicería, ¿verdad? 
 
                - Si. – Respondió sonriendo la joven. Se dio la vuelta para volver a mirar al mago.- Pero… El maestro tiene razón. Él se esfuerza en enseñarme, pero no soy capaz de atenderle. No me extraña que se enfade conmigo.
 
                - No digas eso, ya te he dicho que no está enfadado. Anda, vete a tirar estos cristales y luego practica un poco, ¿vale?
 
                Taileena asintió enérgicamente y salió corriendo por la puerta. Su pálida piel contrastaba con la oscura piedra de la torre. Dereth y Keldros se quedaron a solas.
 
                - Vengo a ver cómo te encuentras, Kel. Sé que tu salud ha empeorado bastante recientemente. No soy ciego. Quiero ayudarte.
 
                - Me hago viejo, Dereth. Mis males se deben a la edad. No creo que puedas ayudarme con eso. Al fin y al cabo, yo soy humano.
 
                - Pero las enfermedades se pueden tratar. Te he traído esto.- Dijo, mientras alargaba un vial con un líquido ambarino en su interior hacia el mago.- Hazme caso, te fortalecerá. No seas terco y úsalo. No creo que quieras que la pobre niña se quede sola.
 
                Keldros suspiró, y miró de nuevo por la ventana. El frío del invierno jamás había calado tan hondo en sus huesos. Sin embargo, la joven ninfa parecía llena de vida pese al frío. La idea de verse postrado en la cama sin poder moverse, sin ser capaz de enseñar a la joven no le agradó.
 
                - Está bien… Pero no sé cuánto durará, Dereth. La edad no pesa lo mismo en ti que en mí. A mi… ya me está moliendo. Pero tú, tú sigues pareciendo un hombre joven.
 
                - Espero que dure lo máximo posible. Ese elixir es potente. Sé fuerte, amigo. No quiero que te rindas.
 
                - Pero algún día vendrá la muerte a por mí. Entonces tú tendrás que hacerte cargo de Taileena. Por favor… - Dijo Keldros, con los ojos vidriosos.
 
                - Lo haré.

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